lunes, 28 de octubre de 2013

Personajes

Richard Tucker.


En la escena de la muerte de Posa (papel interpretado por R. Merrill), de la Ópera «Don Carlo», el tenor se colocó sobre el barítono «moribundo» y le susurró: «¿Quieres darte prisa y morirte de una vez? ¡Tengo que coger el tren de vuelta a Nueva York en 45 minutos!» A Merrill le entro entonces tal ataque de risa que se oyó en todo el teatro.






Billy Wilder.




El director de cine (1906-2002) siempre respondía lo mismo cuando le preguntaban sobre la muerte: «Me gustaría morir a los 104 años, completamente sano, asesinado por un marido que me acabara de pillar, in fraganti, con su joven esposa».






Pablo Ruiz Picasso.


El malagueño estaba descansando en una playa al sur de Francia cuando se le acercó un niño con un papel pidiéndole un dibujo-autógrafo suyo, sin duda, enviado sibilinamente por sus padres para conseguir una obra suya gratis. Picasso se quedó pensativo, se deshizo del papel y pinto el autógrafo en la espalda del crío. Recordando la anécdota días más tarde, el pintor comentó, entre risas: «Me gustaría saber si lo han vuelto a lavar...».






Stalin. 


Ya llevaba un tiempo como mandamás en la URSS cuando llamó al director general de Comunicaciones. «¿Y mis sellos? -le preguntó-. ¿Por qué no se han puesto en circulación?». «Si que se han puesto; pero nadie los usa». «Averigue por qué», le ordenó. Y el hombre así lo hizo: «Es que dicen que no hay manera de pegarlos a los sobres». Stalin mandó pegar entonces decenas de ellos y dijo: «¡Mira qué bien aguantan!». «Es que la gente que los compra, en vez de escupir sobre la goma, escupe sobre la imagen... Y así no hay manera».




Auguste Renoir.



En cierta ocasión, le preguntaron al famoso pintor (1841-1919) cuál era la moda, en vestidos de mujer, que más le había gustado pintar. «La única moda que no pasa de moda», respondió. «¿Y cuál es esa moda?». «El desnudo».







Antonio Rivarol.



En una reunión de sociedad, se pasó largo rato hablando con dos señoras que tenían fama de insoportables. Sorprendido por su actitud, un amigo le preguntó: «¿Cómo has podido estar tanto rato con esas mujeres?». «Ha sido la única forma de evitar el suplicio de escucharlas yo a ellas», repuso el escritor.






Carlos I de España.



El emperador había heredado un labio inferior muy prominente de la familia Habsburgo lo que, combinado con una dentadura terriblemente deforme, hacía de él un personaje singular. Un buen día, un cortesano de Calatayud que desconocía el problema congénito del joven Carlos, le dijo: «Cerrad la boca, majestad, que las moscas de este reino son traviesas».





Victoria de Inglaterra.




Cuentan que a la reina le llegaron rumores de que cierto ministro iba hablando mal de ella por salones y tertulias. En vez de enfadarse, le quitó importancia al asunto diciendo: «No pienso ocuparme de lo que el ministro opine de mí; lo que debe importarle en lo que opine yo de él».





Mao Tse Tung.


Una delegación de la universidad norteamericana de Yale visitaba Pekín. En un alarde de ingenio, su representante le preguntó a Mao: «¿Qué habría pasado si, en lugar de haber matado a Kennedy, hubieran matado a Kruschov?». «Hay una cosa segura: Onassis no se habría casado con la señora Kruschov», respondió el político.




Abelardo López de Ayala.



Cuentan que el poeta sevillano (1823-18894) se encontraba con su amigo, el músico navarro Emilio Arrieta, descansando tras una copiosa comida, cuando éste último se quedó adormilado en una butaca y, entre sueños comenzó a tararear una canción. «¡Emilio, Emilio, despierta, que te suena la cabeza!», le despertó a gritos Ayala.





Aristides Briand.


Hablando acerca de un compañaero, el político y estadista francés (1862-1932) le recriminaba su falta de corazón, mientras varios conocidos le defencian diciendole: «No le conoce a usted bien, tiene un corazón sensible, delicado, muy generoso». A lo que Briand respondió: «Y sobre todo muy bueno, porque la verdad es que hasta ahora no se ha sabido que lo haya usado jamás».






Anne Marie Bigot.




«Veo que me habían engañado al decirme que habías perdido la cabeza», le espetó la señora de Saint-Loup a la de Cornuel (1605-1694). «No hay que hacer caso de lo que dice la gente, a mí también me habían asegurado que vos habíais encontrado la vuestra», contestó mordaz su interlocutora.






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