martes, 8 de enero de 2013

Personajes

Picasso

En la Guerra Mundial, el pintor sufrió un severo acoso por parte de la Gestapo que ocupaba París. Incluso llegaron a registrar su apartamento, donde hallaron una fotografía de su obra maestra, el «Guernica», «¿Ha hecho usted esto?», le pregunto un oficial alemán. «No, lo hizo usted», replicó Picasso.






Rosa Luxemburgo. 

La revolucionaria marxista visitaba un museo de curiosidades en Bélgica cuando vio dos lenguas disecadas y quiso saber a quién pertenecían. El responsable del museo le dijo: «La más grande es de Carlomagno, rey de los francos y primer emperador de Occidente, hijo de Pipino El Breve». «Entonces, la otra será de Pipino. Igual le llamaban El Breve por lo breve de su lengua...», replicó ella, medio riéndose. «Pues se equivoca -exclamó el guía, y continuó, a modo de lección-. Ambas son de Carlomagno, la pequeña, de cuando era niño; la grande, de cuando era mayor».

Jorge VI. 


Al morir Napoleón, un mensajero le llevó una carta que rezaba: «Majestad, su peor enemigo ha muerto». Jorge VI se levantó de su asiento y, con mordacidad, preguntó: «¿Qué le ha pasado a mi esposa?».








Santiago Rusiñol. 

Visitaba las ruinas de Ampurias cuando se percató de que un grupo de señoras de respetable edad le perseguían insistentamente. Intentó hacerles ver el agobio al que le estaban sometiendo y una de ellas le recriminó: «Es que usted no nos hace caso. ¡Y se comprende ante estas ruinas!». «No lo crea, señora -replicó el pintor catalán-. Comparadas con ustedes, estas ruinas no son nada.




Brooke Shields. 


La protagonista adolescente de «El lago azul» (1980) intentaba que el público entendiese por qué apoyaba una campaña federal antitabaco en Estados Unidos. Pero, al ir a explicarlo, se hizo un lío de los que hacen historia. «Fumar mata -sentenció-. Y, si te mueres, has perdido una parte muy importante de tu vida». Elemental, querida Brooke.



Ernest Renan. 


Mientras preparaba lo necesario para viajar a Palestina, se topó con un amigo que le advirtió: «Cuidado, hay muchos bandidos por allí». «Eso dicen», asintió el filósofo francés. «Creo que deberías llevarte un fusil, por si acaso», insistió el otro. «¿Para que? -concluyó Renan-. Los bandidos me lo robarían».






Charles Chaplin. 


Era una caja de sorpresas, quizá ese era el secreto de su éxito. Y no sólo mientras actuaba, sino en su vida diaria. Su hija, Geraldine, recuerda que solía ir a restaurantes, pedía un buen vino y, cuando el camarero le servía la primera copa, lo escupía con asco ante la clientela. Se hacían silencios incomodísimos y, entonces, Chaplin exclamaba: «¡Excelente!».





Mark Twain. 


Compró una vaca con un amigo y, para que no hubiera suspicacias, le dijo: «Así, quedamos que medias vaca es mía y media tuya». «Desde luego», replicó el otro. «¿Y que prefieres, la cabeza o el culo?». Dicho así, su amigo se pidió la cabeza. Pagaba la comida del animal pero nunca recibía la leche, por lo que se la reclamó a Twain. «No tienes razón -replicó éste-. ¿No quedamos en que tu mitad era la cabeza? Pues da la casualidad que, al menos hasta ahora, sólo ha comido tu media vaca y sólo ha dado leche la mitad mía».



Blaise Pascal. 


El matemático del siglo XVII hablaba con un colega de un tercero tan grandote como ignorante. «Eso demuestra -decía- que un cuerpo puede tener mucho más volumen que capacidad».








Ronald Reagan. 



En 1980, fue nombrado candidato republicano a la presidencia de EEUU. Fue entonces cuando alguien le preguntó por la profunda crisis que atravesaba el país, y contestó con una de sus frases más memorables: «Una recesión es cuando tu vecino pierde su empleo. Una depresión es cuando tú pierdes el tuyo. Y recuperación será cuando Jimmy Carter (el entonces presidente) pierda el suyo».



Enrique IV de Francia. 


Se reunió con su embajador en España para que le explicase cómo había entrado en Madrid y le hizo tanta gracia que el hombre lo hubiese hecho montando en burro que dijo: «Un gran burro cabalgando sobre un burrito». A lo que el emperador replicó: «Señor, yo representaba a vuestra majestad».





José Elbo. 


El popular pintor de toreros del siglo XIX tenía una gran manía a los crímenes de arte y solía echar pestes de ellos. Un día, un amigo se acercó a una mesa donde se reunían sus detractores y, al volver donde Elbo, exclamó: «¡No creerás cómo te están royendo los talones!». «Lo creo -le contestó-. Es lo único que me pueden roer, porque es hasta donde me llegan».

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