jueves, 24 de enero de 2013

Personajes

Adlai Stevenson.

Siendo gobernador de Illinois, presidía el entierro de un alto funcionario. Llovía a cántaros y una señora que tenía al lado comentó, refiriéndose al difunto: «Pobrecito, ¡qué día tan aciago!». Stevenson, con un humor algo fuera de lugar, le réplico : «Mirelo usted desde el lado positivo, él es el único que en estos momentos no se está mojando».






María Callas.


La soprano se enfrentó a una de las peores noches de su vida en la Scala de Milán, ya que su público era partidario de la italiana Renata Tebaldi. Tras finalizar su actuación, la Callas soportó una lluvia de hortalizas. Se agachó ante ellas, pidió silencio y preguntó: «¿Podrían decirme dónde las consiguen? ¡Tienen un aspecto estupendo!». Su humor propició el aplauso unánime de sus ya ex detractores.





Jacinto Benavente.



Fue con unos amigos al estreno de una película cuyo guión era la adaptación de una de sus comedias y, a la salida, todos convinieron que había sido un fiasco. «Por lo menos te habrán pagado bien los derechos...», dijo uno de los colegas. «Pues sí -replicó él-. Algo me han dado por los desperfectos».





Ernest Hemingway


En cierta ocasión, unos periodistas le pidieron que definiese ciertas corrientes políticas. «Por supuesto -replicó el Premio Nobel-. El socialismo implica que si tienes dos vacas, le das una al vecino. El fascismo, en cambio, consiste en que si tienes dos vacas, el gobierno te las quita y luego te da un permiso para comprar leche. Y el comunismo consiste en que si tienes dos vacas, el gobierno te las quita». «¿Y la leche?», inquirieron los reporteros. «Si preguntas por la leche, el gobierno te condena a unos años de trabajos forzados».




Antonio Mingote.


El dibujante siempre cuenta una divertida anécdota que le sucedió mientras firmaba ejemplares en una Feria del Libro de Madrid. Se le acercó una señora con una de sus obras y le dijo: «¿Me puede firmar un autógrafo, señor Pichote?». «Querrá decir señor Mingote», replicó él, con media sonrisa. «¡Uy, qué tonta! ¡En qué estaría yo pensando!».






Arturo Toscanini.




Tras un ensayo terrible, el italiano se dirigió a sus músicos y les amenazó: «Una vez muerto, me reencarnaré en portero de burdel ¡y sepan que no dejaré entrar a ninguno de ustedes!».







Quevedo.



Le dijeron que en un prado de Madrid iban a construir un gran parque para Felipe IV y fue hasta allí con unos amigos de borrachera para llevar a cabo su venganza. «El botarate pisará esta hierba ¡más debajo estará mi mierda!», decía, mientras defecaba en pleno verdor. Pasaban por allí unas monjas y, al verlo en tal actitud, se persignaron y una, queriendo hacerse la fina, exclamó: «Oh, ¡qué "vedo"!». A lo que don Francisco replicó: «¿Veis? ¡Hasta por el culo me conocen!».




John Abernethy.



Este médico inglés acababa de acostarse tras un día agotado por tantos pacientes cuando llamó a su puerta una mujer que gritaba: «¡Mi hijo se ha tragado un ratón! ¡Mi hijo se ha tragado un ratón!». «¡Pues que se trague un gato y que me deje en paz!», exclamó el doctor, con muy malas pulgas.







Tristan Bernard.




El escritor francés se le atribuían tantas anécdotas que incluso las contaban delante de él para amenizar reuniones sociales. Él solía escucharlas, divertido, y a menudo comentaba: «Tienen gracia, tienen gracia, la verdad...Algunas las desconocía».






Albert Einstein.


Se hizo una encuesta en EEUU para averiguar a qué hora se le ocurrían más ideas a los famosos y todos daban sus horarios como si anduviesen sobrados, hasta que Einstein dijo: «A mí, en todo mi vida se me ocurrieron dos ideas: una bastante buena; la otra no tanto y no me acuerdo de en qué momento».





Eugene Scribe.


El dramaturgo francés recibió una carta en la que un joven le proponía asociarse con el: «Yo corro con todos los gastos, dándome por pagado con el honor de que mi nombre figure en los carteles al lado del suyo como colaborador». El soberbio Scribe le contestó: «No acostumbro a enganchar a mi carro literario un caballo y un asno». El aspirante a colaborador le replicó: «Está equivocado, pero allá usted. A lo que de ningún modo tiene usted derecho es a llamarme caballo».






Kipling.


En pleno éxito, un listo envió un poema firmado por él a un diario y salió a la luz. Al día siguiente, el mismísimo Kipling fue ante el director para deshacer el fraude porque, además, eran unos versos malísimos. «También nos lo pareció a nosotros -replicó el director-, pero, creyéndolos suyos, no vacilamos en publicarlos».

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