lunes, 21 de enero de 2013

Personajes

John Davidson Rockefeller.


El multimillonario recibió la visita de un amigo en apuros al que le debían 50.000 dólares. Su problema era que carecía de comprobante alguno. «Escríbale una carta reclamándole los 100.000 dólares que le debe -le sugirió Rockefeller-. Seguro que él le contestará que su deuda es de 50.000 dólares. Y así tendrá el reconocimiento de su deuda».



Bette Davis.



La actriz acudió a un pueblecito de EEUU para un recital de poemas. Antes de empezar, acudieron a saludarla dos hermanas muy ancianas que se definían como sus mayores fans, por lo que Bette Davis las invitó a la primera fila. En plena actuación, una de las señoras se llevó la mano al pecho y se cayó al suelo.




Woody Allen.




Estuvo a punto de casarse. «Queríamos hacerlo -cuenta-, de veras, pero teníamos un conficto religioso: ella era atea; yo agnóstico, y no sabíamos en qué religión educar a nuestros hijos».





Julio Escobar.




Alguien le reprochó al comediógrafo argentino que, pese a su depurado estilo, estrenase a menudo obras que sólo buscaban halagar el mal gusto de la mayoría. Escobar lo tuvo claro: «Tú, cuando vas a pescar, ¿qué pones en el anzuelo: lo que te gusta a ti o lo que le gusta al pez?».




Letizia Ortiz.

Cuentan que la Princesa de Asturias, es una persona de firmes convicciones y poco acostumbrada a morderse la lengua, estaba más que harta de que, mientras colaboró con el periódico «ABC», el redactor jefe de la información local se empeñase en firmarla como Leticia, en vez de Letizia, pensando que una firma en euskera no era adecuada para la sección sobre Madrid. Un día, entró en su despacho, DNI en mano, y le espetó: «Soy Letizia con zeta, de Oviedo con o».


Alejandro Dumas. Jr.



A sabiendas de la desordenada vida de Dumas padre (1802-1870), una dama le comentó al hijo: «Debe de ser muy desagradable el ver a su padre metido en ciertas aventuras...». «Hasta cierto punto -contestó él-; porque, si bien no puede servirme de ejemplo, al menos me sirve de excusa».




Napoleón Bonaparte.



Era consciente de que su origen plebeyo le restaba valor a su condición de emperador nte los franceses cuyas grandes familias europeas contaban con siglos y siglos de respetable historia. «¡Cuánto me gustaría ser mi propio nieto! -se lamentaba-. Así podría tener un antepasado ilustre en mi propio árbol genealógico: ser nada menos que el nieto de Napoleón! ¡Qué grandeza me he perdido!».


Isabel II de Inglaterra.


Tras posar para la fotografía oficial de la última cumbre del G-20, el siempre inoportuno primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, intentó llamar al presidente de Estados Unidos en voz muy alta: «¡ Míster Obama!». La reina Isabel anfitriona del evento, se giro hacia él y le reprendió como si se tratara uno de sus nietos: «¿Por qué tiene que gritar?».




Groucho Marx.


Cuentan que estaba comiendo en un restaurante y, como tardaban muchísimo en servirle, le dijo al camarero: «Si no me sirven enseguida me iré con indignación. ¿Puede alguien llamar a indignación?». Describir la cara de confusión del camarero es imposible.





Gabrielle D'Annunzio.


A sabiendas de que su ayuda de cámara utilizaba parte de su espléndido vestuario a escondidas, y en vísperas de un largo viaje, le dijo: «Giuseppe, nos vamos. Ponga en la maleta un par de camisas, mis pantalones y nuestras corbatas».






Napoleón.


Viendo que un cabo adoctrinaba a un soldado novato, le preguntó: «¿Qué le enseñabas al recluta?». El cabo dijo que le explicaba por qué los sables son curvos. «¿Y por qué lo son?», inquirió el Sire. «Pues porque las vainas donde han de entrar tienen esa forma y, de lo contrario no entrarían en ellas», contestó, convencido de ello el cabo. Napoleón pensó para sus adentros: «¡ Haber ganado tanta batallas con esta tropa tiene en verdad mucho mérito!».



Manuel Fernández y González.



El escritor creyó que un colega había pasado por su lado sin saludarle y, muy ofendido, dijo: «¿Pero qué se habrá creído ese cretino?». Su secretario le aseguró que su miopía le había traicionado y que el caballero se había quitado el sombrero. «No importa -insistió el sevillano-. A mí hay que saludarme con el cráneo en la mano».




Luis XIV.



Cuentan que, mientras sus músicos interpretaban «El miserere», el monarca les escuchaba de rodillas en su capilla y, junto a él, toda su corte. Tras finalizar, Luis XIV le preguntó al conde de Grammont, que estaba a su lado: «¿Qué le ha parecido?». «Señor, muy dulce para el oído -replicó el anciano- pero muy amargo para las rodillas».



Madeleine Brohan.


Siendo ya anciana, la actriz, nacida en París en 1833, se quejaba en una reunión social de que ya no era joven ni bella como lo había sido antaño. Uno de los presentes comentó, sin demasiado acierto: «No puede ser y haber sido». A lo que ella replico, sin inmutarse : «Perdone; pero se puede haber sido tonto y continuar siéndolo».





Walter Valentino Liberace.
En cierta ocasión, el pianista estadounidense, fallecido en 1988, se topo con un crítico que se empeñaba en denigrarle siempre que tenía ocasión. Liberace le plantó cara y le dijo: «Créame, lo que diga me duele mucho». El hombre se sonrió para sus adentros hasta que el músico remató: «Lloraré todo el camino hacia el banco».

Samuel Rogers.

El escritor británico siempre tuvo fama de Feo. Tanto es así que, mientras visitaba las catacumbas de París, un guardián lo vio y, aterrorizado, se puso a gritar: «¡Atrás! ¡Vuelve a la tinieblas!». Los amigos de Rogers, que se habían quedado rezagados, no podían parar de reír ni para tranquilizar al vigilante. Cuando lo lograron, el guarda se disculpó diciéndole: «Vuelva cuando quiera, señor. Que aquí, en las catacumbas, se encontrará siempre como en su propia casa».


Rudolf Virchow.



«¿Cree usted que los hombres pueden vivir sin apéndice?», le preguntó un periodista cuando se pusieron de moda las operaciones de apendicitis. «Los seres humanos, sí -replicó el médico alemán-; los cirujanos, no». Estaba convencido de que muchas de esas intervenciones se hacían por negocio.




Marilyn Monroe.



Tras necesitar 59 tomas para decir: «¿Dónde está la botella de bourbon?», el director Billy Wilder renegó de la ambición rubia para siempre: «He consultado a mi médico, al contable y a mi psiquiatra y todos coinciden que soy demasiado viejo y demasiado rico para someterme de nuevo a semejante prueba».

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