martes, 21 de enero de 2014

Personajes

Joan Collins. 


En cierta ocasión, le preguntaron a la estrella de Hollywood por la enorme diferencia de edad con su actual marido, Percy Gibson, 32 años menor que ella. «Bueno, siempre es posible que Percy se muera. Qué le vamos a hacer», replicó Joan, en un derroche de ingenio.





Cristino Martos.


En una sesión del Congreso, el diputado Burrell pidió la palabra hasta en cinco ocasiones, pero el presidente se la denegó, molesto por la anterior intervención del politico, y le anunció que le dejaría hablar cuando fuera oportuno. Acto seguido, otro diputado comenzó a hablar sobre la cría de cerdos en Salamanca. Al finalizar, Martos dirigió la mirada hacía Burrell y dijo: «Tiene su señoría la palabra...por alusiones».



Jacinto Benavente.


Recibió la visita de un conocido con escaso éxito como dramaturgo y, por cortesía, le mostró su casa. Al llegar a la espectacular biblioteca del premio Nobel, el invitado se quedó patidifuso y exclamó: «¡Vaya, don Jacinto! Con tantos libros, ya se pueden escribir buenas comedias...». A lo que éste replicó: «Pues adelante, amigo mío, están a su disposición».




Carl Sandburg.

Un joven dramaturgo le pidió al poeta estadounidense que acudiese al ensayo de su última obra porque necesitaba saber su opinión antes del estreno. Carl roncó hasta que, finalizada la representación, el muchacho lo despertó. «¿Y ahora cómo sabré qué piensa de mi trabajo?», le recriminó, indignado. «Dormir es una opinión», concluyó Sandburg.





Sarah Siddons.
La hija del mánager teatral Roger Kemble tenía terminantemente prohibido acercarse a los jóvenes actores con los que trabajaba su padre, quien quería para ella «un buen matrimonio». Un día, Kemble supo que la niña de sus ojos se estaba viendo a escondidas con uno de sus chicos. «Cariño, ¡pero si el el peor actor del grupo!», exclamó, iracundo. «Exacto -replicó Sarah-. Nadie podría llamarle actor. Así que no he incumplido en absoluto tus normas».




Samuel Goldwyn.

Cuando el fundador de la Metro-Goldwyn-Mayer quería pedirle algo a algún amigo, lo llamaba por teléfono y le decía: «Oye, me han dicho que necesitabas que te hiciera un favor». El otro, lógicamente, se quedaba fuera de juego y le replicaba: «¡Que va! Debes estar confundido, Samuel». Entonces era cuando Goldwyn contraatacaba con algo como: «Pues mira, ya que tú no necesitas nada, ¿te importaría hacerme un favor a mí?».






Antonio De Solís y Rivadeneyra.

Acabada de ordenarse sacerdote cuando fue testigo directo de una agria discusión entre el duque de Medinaceli y el conde de Oropesa. En pleno altercado, Medinaceli se dirigió a Solís y le preguntó: «¿Que dice el señor don Antonio?». «Yo, señor, digo misa», respondió con astucia.





Samantha Fox.




La exuberante diva del pop de los 80, nunca fue popular por sus amplios conocimientos si no, al contrario, por sus pifias en las entrevistas. En una de ellas, la británica declaró, convencidísima: «Tengo 10 pares de zapatillas deportivas, uno para cada día de la semana».




Claude Monet.


En cierta ocasión, un amigo le dijo al pintor francés: «Pasaba esta mañana junto al Sena y me he dado cuenta de que algunos aspectos del paisaje se empiezan a parecer a tus cuadros». «Sí, claro -repuso el artista-. La naturaleza no es tan tonta como parece y, aunque poco a poco, va aprendiendo de nosotros».





Paul Erdös.


Era un absoluto despistado: recordaba uno a uno los teléfonos de sus colegas de matemáticos... pero no sabía a quien pertenecía cada uno y, a menudo, ni recordaba sus caras. Tanto es así que una vez Erdös se topó con un caballero que le era muy familiar pero no sabía de qué. Y le preguntó dónde vivía. «En Vancouver», le dijo el hombre, con una media sonrisa. «¡Ah! pues quizás conozca usted a mi buen amigo Elliot Mendelson!». «Paul...¡yo soy tu buen amigo Elliot!».




Camilo José Cela.


Los fotógrafos decían de él que era un hombre de gesto excesivamente adusto, casi «alérgico» a una simple sonrisa. Cuando Cela se enteró, confesó: «No me he dejado fotografiar sonriendo para no engañar a los historiadores del futuro».






Charles M. de Talleyrand-Périgord. 


El ministro de Asuntos Exteriores de Napoleón era un hombre impasible, de esos que jamás se inmutan por nada. Tanto es así que, para describirlo, el mariscal Joachim Murat decía de él: «Es un hombre que si hablando con vos recibiese un patada en el culo, por su cara ni os daríais cuenta».





John P. Morgan.


En una reunión salió el tema de los yates y sus precios y uno de los asistentes le dijo al banquero multimillonario: «Yo también estoy pensando en comprarme un yate, señor Morgan. ¿Sabe usted a cuánto sale la mensualidad media?». A lo que éste le replicó: «Pues no lo sé, la verdad. Pero de lo que sí estoy seguro es de que quien tenga que preguntar cuánto vale la cuota mensual no está en condiciones de comprarse un yate».




Bernard Shaw.


Hablando sobre mujeres, comentó, con su habitual ironía: «Hay muchas cosas de ellas que no me explico. Y una de esas cosas es que cada día llevan menos ropa encima y cada vez necesitan más maletas cuando viajan».






Max Schödl.
Este pintor austriaco del siglo XIX era tan despistado que cuentan que una vez se subió a un carruaje de caballos y, cuando el cochero le preguntó: «¿A dónde le llevo?», él respondió, muy concentrado: «Al número 6. La calle se la diré más tarde».

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