viernes, 17 de mayo de 2013

Personajes

Amadeo Vives.

Siendo maduro, el compositor de zarzuelas mantenía a una querida joven hasta que cierto día, la pilló con otro en la cama. Discretamente, se retiró al café, donde un amigo le preguntó por qué andaba tan mohíno. «Acabo de descubrir que he llegado a la tercera edad. En la primera, nos aman sin pagar nada a cambio; en la segunda, pagamos pero nos aman; y en la tercera, no nos aman ni aunque paguemos».


Larita.
Toreaba en 1910 en el coso de Barcelona cuando el banderillero preferido le dijo: «Maestro, que ese toro lleva muy malas intenciones; tenga usted cuidado». El diestro lo miró muy serio y replicó: «Si son malas las suyas, ¡no veas las mías! A ver si se lo dices al animal, para que también él vaya cogiendo miedo».


Antonio Alcalá Galiano.


El político gaditano se topó con una mujer a la que no veía desde hacía 20 años y que le dijo: «Don Antonio, le encuentro muy viejo». Él le contestó: «Tampoco tú estás más joven. Te ocurre lo que a los que se embarcan por primera vez: que cuando el barco comienza su singladura les parece que es la tierra la que se va de ellos, y que ellos no se mueven».




Alfonso XIII.


En las Cortes tenía a un diputado apellidado Botijo que, un día, nada más pedir la palabra, se bebió dos vasos de agua de una sentada, incapaz de articular palabra por los nervios. Intentó hablar de nuevo y, tras carraspear, pidió otra jarra de agua y luego, otra. Hasta que un diputado de la oposición gritó: «Señor Botijo, en lugar de venir lleno, se ha llenado aquí».




Friné.



Praxíteles estaba prendado de la hermosa cortesana. Así que, un día, le dijo: «Ve y escoge la estatua que quieras de cuantas allí tengo». Al poco, la joven regresó gritando: «¡Fuego, fuego en el taller!». Praxíteles exclamó: «Mi Cupido, que alguien salve mi Cupido, aunque todo lo demás se pierda». Entonces ella se puso a reír y dijo: «Ahora sé qué obra debería escoger: ese Cupido al que tanto hubierais lamentado perder».




Benjamin Disraeli.


En cierta ocasión le preguntaron la diferencia entre una desgracia y una catástrofe. «Lo entenderá usted enseguida -dijo él-: si Gladstone (su eterno rival político) cayera al río Támesis y se ahogara, eso sería una desgracia; pero si alguien lo sacara del agua, eso sería una catástrofe».




George Clemenceau.



En su casita de campo, tenía a un cura como vecino. En el jardín del religioso había un árbol enorme y Clemenceau le pidió que lo cortase, pues le quitaba la vista. El cura intentó defender a su árbol: «Lo planté yo, en mi juventud...». «De todos modos...», insistió el político. Y, apenado, lo cortó, diciendo: «Que nadie diga que fui un obstáculo para que Clemenceau viera el cielo, aunque fuera de lejos».



Gary Cooper.


Tenía que rodar una escena peligrosa y el director lo llamó para explicárselo: «Estás parado en la carretera, aturdido. Un camión se te acerca por detrás a toda velocidad. No te ve hasta el último momento y, entonces, con un rápido frenazo, se detiene casi encima de ti». «¿Y si no funcionan los frenos?», preguntó el actor. «Habrá que repetir la escena. Con otro». «¿Con otro?». La escena se rodó...., pero con otro (un doble) sin que hubiera que lamentar desgracia alguna.


Luisa de Suecia.



Un autobús estuvo a punto de atropellarla en Londres, estando sin escolta ni documentación. Así que se  colgó una nota en el bolso, por si le pasaba algo, que decía: «Soy la reina de Suecia».





Johannes Brahms.


Estando enfermo, él, que siempre fue un amante de la buena cocina, estaba indignado, porque su médico le había puesto a dieta. «Pero esta noche tengo una cena exquisita con Strauss», protestó el célebre compositor alemán. «Me da igual», replicó el doctor, a lo que Brahms añadió: «Vale, pues hágase a la idea de que hoy no me ha visitado. Mañana le llamo».



Lilian Braithwaite.



Estando a solas con el crítico dramático James Agate, éste le dijo: «Querida, voy a decirle algo que pienso desde hace años: es usted la segunda mujer más bella de Inglaterra». Agate esperaba, malicioso, la pregunta más lógica (¿Quién es la primera?), pero Lilian fue más avispada. «Gracias -le contestó, sonriente-. Se lo agradezco, y más viniendo del segundo mejor crítico dramático».



Richard Busby.

Dicen que este profesor británico (1606-1695) era muy bajito. Un día, en una cafetería, se topó con una baronesa extremadamente alta y malintencionada que le dijo: «¿Me deja pasar, señor gigante?». «Por supuesto, pigmea». «Mi expresión aludía al tamaño de su cerebro», le increpó ella. «La mía, también».

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