jueves, 30 de octubre de 2014

Personajes

Juan Carlos de Borbón.

La cuñada de unos de sus guardaespaldas consiguió entrar en el club náutico de Mallorca para conocer al rey pero, antes de llegar, un hombre le dio un gran pisotón y la dejó coja. Ya en el Club, volvieron a pisarla, y ella grito: «¡Joder, un poco más de cuidado!». Se giró... y vio al Rey. Muerta de vergüenza, la mujer trato de disculparse: «Perdone, Majestad, pero es que me duele muchísimo». «Hagaselo mirar», replicó don Juan Carlos. «No, si no creo que sea nada». «No me refiero al pie -concluyó el rey-, sino al "joder"».




H. G. Wells.



En cierta ocasión, el escritor entró en un restaurante y pidió un cuarto de pollo. Al ver la cuenta, «maìtre» y le recriminó: «Oiga usted: me he comido un cuarto de pollo y me cobran el pollo entero». «Es la costumbre de la casa», replicó el empleado. «¡Pues menos mal que no he pedido un filete de ternera!», concluyó el inglés.
Wells llamó al




Fernando Villalón.
El poeta se acercó al lecho de un amigo enfermo y le susurró: «No te pongas triste: o te pones bien o te pones peor. Si te pones peor, volverás a restablecerte más tarde o mueres. Si mueres, vas al cielo o al infierno. El cielo, ya se sabe, es un paraíso. Y si vas al infierno, encontrarás tantos amigos que no los pasarás del todo mal».



Olimpia de Gouges.


Durante la Revolución Francesa, esta dama se había hecho enormemente impopular por su defensa del rey y de la democracia. Tanto fue así que un día, un individuo la reconoció, la agarró por el pelo en plena calle y grito: «¿Quien quiere la cabeza de Olimpia? La doy por 15 sueldos», «Doy 30 y me la quedo», respondió ella. Y así se salvó.




Edwige Feuillère.
La actriz francesa visitaba el estudio de un pintor muy «moderno» que le enseñó un lienzo en el que sólo se veían líneas inconexas y le dijo: «Es mi retrato». Poco después le mostró otro puñado de garabatos y comentó: «Es el retrato de mi mujer». «¡Pues menos mal que no han tenido hijos!», apostilló ella.





Juan Pablo II.



Poco después de ser elegido papa, ordenó construir una piscina cubierta en el Vaticano. Al saber que la obra había sido muy criticada, Juan Pablo II dijo: «Una piscina para mantener la salud del papa es mucho más barata que unos funerales pontificios».




Chaliapin.


Tras actuar en el Metropolitan, el cantante de ópera ruso fue a saludar a Calvin Coolidge al palco presidencial, aún vestido de Mefistófeles. Y le comentó al político: «Sé que las conveniencias sociales no permiten mandar al diablo al presidente, pero sí permiten al diablo ir a su encuentro». A Coolidge le cayó tan bien que lo invitó a actuar en la Casa Blanca.




Ava Gardner.




La bellísima actriz adoraba España y aprendió a hablar nuestro idioma, pero a veces tenía lapsus divertidísimos. En cierta ocasión, pasó ante ella el torero Luis Miguel Dominguín y Ava le susurró a su amigo Paco Miranda: «Quédate, que éste es un "cebrón"». Paco siempre se reía al recordarlo, y comentaba: «Es que se hacía un lío con la cabra y la cebra».




Bernard Shaw.



En una cena de compromiso, le tocó sentarse junto a un joven pomposo e insoportable que le dio todo tipo de datos triviales sobre los alimentos. Ya cansado, Shaw le dijo: «Entre usted y yo sabemos todo lo que hay que saber». Intrigado, el otro repuso: «¿Síii?», «Por supuesto -concluyó-. Usted lo sabe todo excepto que es un insoportable. Y eso yo lo tengo claro».




Ángel Ossorio.



Cuentan que, en una sesión del Parlamento de la Segunda República española, el discurso de este diputado sobre la mala situación que atravesaba el país se fue volviendo cada vez más negro y melodramático, hasta que Ossorio exclamó, en tono casi teatral: «¿Qué será de nuestros hijos?». Y desde las últimas filas del hemiciclo se oyó una voz: «¡Al de su señoría lo hemos hecho subsecretario!».




Narciso Serra.

Paseaba el dramaturgo madrileño con un amigo cuando le preguntó: «¿Cuantos cornudos te parece que viven en esta calle sin contarte a ti?». «¿Cómo que sin contarme a mí? Esto es un insulto...», replicó el buen hombre. «Bueno, no te enfades. Vamos, contándote a ti, ¿cuántos te parece que hay?».




Andrew Carnegie.


El millonario de origen escoces era un gran enamorado de Francia y solía decir: «Daría un millón de dólares por saber hablar en francés». Un día, un periodista galo le propuso enseñarle su idioma por mucho menos y en sólo un año. Pero Carnegie lo rechazó: «Mire usted, yo doy un millón por hablarlo, pero sin necesidad de estudiarlo ni  aprenderlo».





Armando Palacio Valdés.


El retrato del novelista apareció en todos los periódicos y revistas el día que fue elegido miembro de la Real Academia Española. Poco después, don Armando entró a tomar un café con leche en su cafetería habitual y el camarero le preguntó: «¿Usted es el que ha salido hoy en los papeles?». «Sí», respondió el literato. «¿Y escribe novelas y cosas de esas?». «Sí». «Bueno, bueno, no se apure -concluyó el camarero-; cada uno se gana la vida como puede».




Picasso.



Acudió a la estación de Austerlitz, en París, en compañía de Matisse, para recibir a un amigo común cuando, de repente, el malagueño soltó una sonora carcajada y le dijo a su colega: «¡Mira que si ahora descendiese del tren una mujer como las que pintamos!».




José Sanchez Guerra.


En cierta ocasión, advirtió al otro lado de su mesa a un personaje con quien había mantenido durísimos enfrentamientos políticos y le espetó a la dama que tenía a su lado: «Odio a aquel individuo». «Caballero -dijo la mujer-, aquel señor es mi marido». «Lo sé, señora. Precisamente por eso le odio», replicó, salvando con destreza el desastre.





Siegfried Wagner.



Tras componer una serie de óperas con evidente «rastro» de la obra del gran Richard Wagner, mantenía una charla con Strauss sobre el futuro de la música clásica y suspiró: «¡Mi padre es una montaña difícil de atravesar!». A lo que su colega, cariñoso pero firme, le replicó: «Sí, ¡pero yo me las he arreglado para rodearla!».




Mark Twain.


En cierta ocasión, asistió al servicio del reverendo Doane y, una vez finalizado, se acercó a él para decirle: «Doctor Doane, me ha encantado su servicio de esta mañana. Le felicito como viejos amigos que somos. Pero, ¿sabe usted? Tengo en casa un libro que contiene todas la palabras que usted ha dicho. «No lo tiene», replicó el religioso, indignado. «Lo tengo». «Pues mándemelo. Me gustaría verlo». Al día siguiente, el doctor Doane recibió su diccionario.



Oscar Levant.



Cuentan que, una vez, el pianista se acercó a su íntimo amigo el compositor George Gershwin (1898-1837) y, en tono confidencial, inquirió: «Oye, George, si volvieras a nacer, ¿te volverías a enamorar de ti mismo?».

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