El flexo.
Esta práctica lámpara de mesa se presentó por primera vez en la Feria de Industrias Británicas de Birmingham en 1934 para ayudar a los médicos a dirigir luz con rapidez y precisión a las partes del cuerpo de los pacientes que querían observar. El flexo está inspirado en el movimiento del brazo humano y su sistema de funcionamiento se basa en el de la pala excavadora. La primera en salir al mercado la diseñó el ingeniero de mecánica automotriz inglés George Carwardine en 1930.
Los perros guía.
Los perros lazarillo surgieron por casualidad hacia 1917, cuando el médico Gerhard Stalling salió a pasear con un paciente ciego y, por una emergencia, tuvo que ausentarse y le ordenó a su pastor alemán que le hiciera compañía. Para su sorpresa, cuando regresó vio cómo hombre y perro habían continuado su paseo sin problemas.
El whisky sin alcohol.
Después del éxito de la cerveza «sin», una compañía norteamericana ha decidido hacer lo propio con esta bebida: whisky 0%. Está pensado para los bebedores que quieren conducir tranquilos sin renunciar al gusto de este licor de alta graduación, y dicen sus inventores que tiene el mismo sabor que el clásico: Saldrá a la venta en EEUU a 10 dólares el litro y estará certificado por el Consejo Islámico de Comidas y Nutrición, así que será el primer whisky apto para musulmanes.
El colorete.
Ya se encontraron restos en la tumba de Tutankamon, en el 1350 a. C., y era imprescindible en el tocador de cualquier dama de la antigua Roma. El problema era que, debido a esta costumbre, muchas acabaron con parálisis, ya que se elaboraban con plomo blanco y rojo.
El «Little Black Dress».
Hoy en día se ha convertido en una pieza básica en el armario de cualquier mujer, aunque sus inicios tienen poco que ver con las «fashion-victims». Hacía 1915, cuando aparecieron los primeros, los vestidos negros básicos se destinaban al duelo y estaba mal visto que las mujeres los vistieran en otras ocasiones. Así y tras la I Guerra Mundial, empezaron a verse por la calles con mucha normalidad y, posteriormente, para llorar a las víctimas de la epidemia de gripe de 1918. En 1926, la visionaria Cocó Chanel introdujo el «forró negro», un vestido hasta la rodilla, ceñido pero sin marcar la cintura, que gozó de gran popularidad en Hollywood porque, en la pantalla, se veía mucho mejor el negro que los vestidos de colores.
El chándal.
El origen del término, allá por 1893, está en la abreviatura popular de dos palabras francesas «[mar]chand d´all», o, lo que es lo mismo, «vendedor de ajos», en alusión a los cómodos y calentitos jerseys de canalé que usaban los comerciantes de hortalizas en Les Halles. Aunque nombrar dicha prenda hacía reír, lo cierto es que cambió por completo la moda en el deporte, ya que se descubrió que era comodísimo para dicho fin.
Los colorantes.
En 1856, mientras buscaba la quinina (un fármaco por la malaria) en su laboratorio, William Perkin halló un producto de tono amarillo que se disolvía en el agua tiñéndola. Había nacido el primer colorante sintético, el «malva de Perkin». Dicha industria resultó tan floreciente que, sólo seis años después, ya existían en Europa 29 empresas dedicadas a los colorantes.
Los polvos de talco.
Este producto, que se obtiene a partir del mineral de talco, comenzó a usarse para el aseo personal en 1904 -sobre todo, para el cuidado de los bebés-, cuando el químico británico afincado en Florencia Henry Roberts lo patentó y comenzó a publicitarlo.
La gabardina.
Aunque las primeras telas impermeables nacieron en 1823 de la mano de Charles Macintsh, no fue hasta 1880 cuando Thomas Burberry creó un tejido de algodón muy prieto y ligero, inspirado en las prendas de los pastores locales, a base de impermeabilizar primero el hilo y después la tela. En 1914, se convirtió en una prenda imprescindible para los oficiales ingleses en las trincheras.
El paso de peatones.
Lo ideó el ingeniero físico inglés George Charlesworth en 1949 mientras trabajaba como director del Laboratorio de Investigación de la Carretera, para tratar de armonizar la vida de los conductores y viandantes. El primer intento (1934), una farola naranja con luces intermitentes, fue un fiasco que provocó muchísimos atropellos. Así que Charlesworth decidió llamar la atención de todos pintando en el suelo líneas -unas blancas y negras y otras, azules y amarillas- junto a las ignoradas farolas naranja. Su equipo pasó unos meses observando desde las ventanas de los edificios cercanos el efecto de sus llamativas señales y observaron que todos se paraban o ponían más atención al cruzar aquella zona. Charlesworth se ganó así el apodo de «doctor cebra».
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