Su madre, doña Gabriela, entendía de toros más que nadie u sufría por su hijo, aunque más por el miedo que tenía el torero que por su arrojo ante el astado. Un día, Rafael recibió un revolcón. Sólo un susto, pero volvió a casa cojo y trastabileando. «¿Es que te ha cogido el toro?», preguntó la matriarca. «Sí madre». «Pues habrá saltado la barrera y te habrá sorprendido en el callejón. O te habrá tirado un cuerno, Rafael...».
Tristan Bernard.
Hablando de la gloria literaria, uno de los tertulianos contaba que Víctor Hugo a los 30 años ya era tan famoso que incluso en pequeñas localidades se encontraba su nombre escrito en algunas paredes. Bernard preguntó entonces, algo celosillo: «¿Las pintadas ya estaban la primera vez que Víctor iba o la segunda?» Porque si era la segunda, seguro que el nombre lo había escrito él mismo la primera vez...».
George B. Brummell.
Elegantísimo, como siempre, paseaba por la calle cuando vio a una mujer que lo cautivó. Se acercó a ella y, sin más, le dijó: «Tengo hambre». Ella le preguntó, sorprendida: «¿Puedo hacer algo por usted?». «Sí, venir a cenar conmigo al Claridge».
Charlando con el torero Silverio Pérez, éste le explicaba lo mal que lo había pasado en la plaza de las Ventas y que, para no compartir cartel con Manolete, se había inventado una crisis nerviosa y que veía doble. En plena conversación, les interrumpió un camarero con una bandeja de canapés. Pero sólo quedaba uno, por lo que Cantinflas le sugirió al diestro: «"Manito", ya que ve usted doble, coja el canapé que no existe y yo me como el verdadero».
Princesa de Cadignan.
Era muy bella, pero tenía un defecto: Uno de sus dientes era artificial y a veces se desprendía y lo perdía. Justo eso le sucedió en una fiesta del principe de Benevento, lo que la obligó a pasarse la noche sin abrir la boca. Al día siguiente, el ministro Talleyrand tuvo el mal gusto de enviarle un enorme diente de caballo con una nota, «Hemos tenido suerte, señora, y le enviamos la pieza extraviada». Diane encajó tan bien el golpe que le devolvió la cajita con otro papel: «Señor, fue muy gentil el haberos hecho arrancar uno de vuestros dientes para suplir tal ausencia en mi boca, y os agradezco el gesto y la cortesía, pero no puedo aceptar tamaño sacrificio».
Estando el escultor catalán (1872-1945) con unos amigos en la terraza del desaparecido Café Continental, llegó el camarero para preguntarles qué deseaban tomar. Uno de ellos pidió tila; otro, una infusión de hierbaluisa; y otro, té. Ante las extrañas peticiones de sus colegas, y para no ser menos que ellos, el artista dijo, muy serio: «A mí me hace usted en el cogote una pintada de tintura de yodo».
Georges Clemenceau.
Bien es sabida la fama patriótica del político y escritor francés (1841-1929), que le llevaba a defender, incluso, lo indefendible. En una ocasión, un conocido le habló del retraso de algunos trenes galos. «¡Falso! Los trenes franceses siempre llegan a la hora... Aunque a veces no llegan al final del trayecto, sino a un sitio un poco antes del final» le espetó Clemenceau a su interlocutor.
Una inocente dama le pregunto al boxeador vasco por qué todos los pugilistas eran chatos. «Mire usted, en nuestra profesión, quien no es chato de nacimiento termina siéndolo; tarde o temprano nos afeitan las narices», le contestó el deportista.
Sixto V.
Con motivo de su nombramiento como Papa, el rey Felipe II mandó a Roma una comisión encabezada por un jovencísimo condestable de Castilla. El Pontífice se sintió ofendido al ver aquel chico de 14 años en representación diplomática y le espetó: «¿Tan necesitado está vuestro rey de hombre que me manda a un imberbe?» A lo que el ingenioso joven replicó: «Santidad, si mi rey creyera que la respetabilidad radica en la barba, habría delegado en un macho cabrío».
Cuentan que, durante los ensayos vocales para su exitoso «El último cuplé», le pidió al pianista que bajase la escala porque le costaba llegar a todas las notas, a lo que el músico replicó: «Si sigo bajando más, me agacho debajo del piano».
Bernard Law Montgomery.
En 1942, la madre del mariscal británico le anunció una primicia a sus amigas: «Ahora ya es seguro que la guerra no tardará en acabar». Curiosas, le preguntaron a la dama si Montgomery le había hecho alguna confidencia al respecto. «Confidencias, no; pero me ha dicho, en su última carta, que empieza a estar cansado de la guerra».
Ácido como siempre, se despidió de la dueña de una casa en la que había pasado una velada aburridísima diciéndole a la dama: «Señora, una fiesta muy agradable y divertida». Se hizo un pequeño silencio y Wilde añadió: «Claro que no me refiero a la de hoy, sino otra».
Thomas Beecham.
En cierta ocasión, viajaba el director de orquesta (1879-1961) en un vagón de tren para no fumadores cuando se le acercó una dama y encendió un cigarrillo. «Estoy segura de que usted no le importará que fume ¿verdad?». «No, en absoluto -replicó Beecham-, siempre que a usted tampoco le importe que yo vomite». «Creo que usted no sabe quien soy yo -insistió la mujer-. Yo soy la esposa de uno de los directores de la compañía de ferrocarriles». «Señora -concluyó él-, aunque usted fuera la mujer del director único, yo seguiría vomitando».
En una entrevista, el periodista Iñaki Gabilondo le preguntó a la actriz francesa: «¿Tenían algo en común los hombres a los que amó?». A lo que Moreau contestó, sin dudar: «Si...¡yo!».
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