Dante Alighieri.
Cierto día, el príncipe Della Scaela le dijo, muy impertinente, al escritor italiano: «Me pregunto, señor Dante, ¿por qué un hombre cultivado como usted es odiado por toda mi corte, mientras mi bufón es tan amado?». «Su excelencia debería tener en cuenta que, por lo general, apreciamos más a aquellos que más se parecen a nosotros», le espetó.
Noël Coward.
El dramaturgo y actor inglés visitaba una exposición de arte en el Victoria & Albert Hall Museum de Londres cuando se topó con un buen amigo que iba camino de una restaurante. El hombre lo invitó a cenar, pero Coward replicó: «Lo siento, pero estoy a punto de partir hacia Jamaica». «¿Y cuando regresará mi querido amigo?». «En primavera -concluyó-. Con las golondrinas. Me reconocerá fácilmente entre ellas».
David Niven.
En 1973, mientras el actor presentaba la ceremonia de entrega de los Oscar, un hombre logró colarse e irrumpió desnudo en escena. Sin inmutarse siquiera, Niven comentó: «Esta ha sido su única oportunidad para airear en público sus "pequeños asuntos"».
Tea Leoni.
Cuando su hija tenía 5 años, fueron a celebrar las Navidades con la familia a un hotel de Nueva York. «La niña estaba preocupada -recuerda la actriz- porque el hotel no tenía chimenea. "¿Por dónde entrará Papá Noel?", me preguntaba». Así que Tea improvisó una respuesta rápida: «La gente que no tiene chimenea... deja la puerta abierta para que Papá Noel entre por ella». La niña se quedó en silencio mirando aquella puerta y dijo: «¡Pues menudo día para que nos roben!».
Lucien Guitry.
Cierto día, entró en su camerino un desconocido que le suplicó: «Soy uno de sus más fervientes admiradores. Y me haría feliz si me dedicara un retrato suyo». Mientras buscaba una pluma, Guitry le preguntó su nombre, pero el caballero no paraba de hablar y dijo: «Su Cyrano es el mejor. ¡Iba todas las noche a verle!». En su dedicatoria, Guitry escribió: «A Fulano de Tal, el único hombre del mundo que me ha visto representar a Cyrano». Jamás trabajó en esa obra.
Bess Truman.
En las Navidades de 1955, el presidente de los Estados Unidos descubrió a sus esposa delante de la chimenea, quemando todas las cartas que le había enviado a lo largo de los años. «¿Que haces? ¡Piensa en la historia!», le gritó. «Es justo lo que estoy haciendo», replicó la señora Truman.
Juan Carlos I.
Siendo príncipe, hizo un viaje por tierras andaluzas, rompiendo en más de una ocasión el protocolo para saludar a las personas que iban a verlo. En uno de esos encuentros, se le acercó un hombre joven que le dio la mano, tembloroso, y le dijo: «Majestad, mi sueño era conocerlo». El hoy monarca esbozó una sonrisa y le susurró: «Muchas gracias por el ascenso».
Gary Cooper.
Cuentan que le presentaron a Nikita Kruschev y que el primer jefe del Gobierno comunista ruso le dijo: «He visto películas suyas. Es usted muy buen actor». «Yo también sigo su trayectoria. Y usted es mucho mejor actor que yo», replicó Cooper.
Ernest Hemingway.
Hasta que fue bastante mayor, su madre solía vestirlo de niña, incluso le dejó el pelo largo para que fuera más femenino. Con el tiempo, la mujer recordaba el asunto y explicaba cómo un día, Ernest le dijo: «¡A ver qué me trae Papá Noel de regalo! Espero que no me confunda con una niña...».
Éric Cantona.
Cuando el futbolista militaba en el Manchester United, concedió una entrevista a un periodista brítanico al que le dijo que era fan de Rimbaud. O no lo entendió bien o no tenía ni idea de quién era Arthur Rimbaud, y acabó escribiendo que era seguidor de Rambo. «Desde entonces, no dejan de enviarme fotos de Stallone -se quejaba Cantona-. Tiro cubos enteros de ellas».
Felipe II.
El relojero italiano Jácome de Trezzo acudió a la llamada del monarca, que se había enfadado con él por tardar demasiado en reparar algunos relojes de palacio. Felipe II le preguntó: «Maestro Jácome, ¿qué puede hacer el rey con un súbdito que no acude a la llamada de su señor con prontitud?». El artesano replicó: «Pagarle lo que se le debe y despedirlo luego».
Jhon Steinbeck.
El novelista acudió al médico por una sinusitis y, más tarde, regresó a una revisión. «Estupendo -exclamó el doctor, viendo que se había recuperado- ahora podrá usted hablar bien de nuevo». «Yo no hablo doctor, yo gruño», le espetó el Nobel de Literatura. Y el bueno del médico concluyó: «Pues a partir de ahora, podrá usted gruñir mucho mejor, no lo dude».
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