John Lennon.
Después de un concierto de presentación de los Beatles en Palladium ante la reina madre y la princesa Margarita, Lennon, comentó, en tono jocoso: «Los de las localidades más baratas pueden aplaudir. Los demás, simplemente, muevan sus joyas».
P.T. Barnum.
El celebré empresario norteamericano exhibía en una barraca un espectacular toro que, según decía, daba saltos mortales y hablaba en varios idiomas. Aun valiendo un dólar la entrada, había una gran cola para verlo. Barnum observó a un hombre deseoso de comtemplar a aquel extraordinario animal y le preguntó por qué no entraba. «¿Un dolar? -replicó el señor- Me es imposible. Soy obrero, tengo siete hijos, mujer y suegra, y vivo con 15 dólares semanales». «¿Diez personas con 15 dólares? Pase usted gratis, amigo -le ofreció Barnum-. Quiero que mi toro lo vea. ¡Es usted más extraordinario y más fenómeno que él!».
Robert Schimmel.
La esposa de este humorista estadounidense le habló de un libro que decía cómo encontrar el famoso Punto G. «Fui a la librería - se justificó Schimmel- ¡y ni siquiera encontré el libro!».
Santiago Bernabéu.
En cierta ocasión, un periodista le pidió que le «prestase» a dos jugadores del Real Madrid para un programa nocturno de televisión. «Es que están concentrados y no les conviene», se excusó don Santiago. «¿Pues podría ser, entonces, Miguel Muñoz?», insistió el otro. «¿El entrenador? ¡Pero si es el que los cuida para que no se escapen!».
Tallulah Bankhead.
Tenía una enorme rivalidad con su compañera Bette Davis y nunca le importó confesarlo. «Bette y yo somos muy buenas amigas -sentenció en una entrevista, ante el asombro de su interlocutor-. No hay nada que no pudiera decirle a la cara...A ninguna de las dos».
Felipe IV.
Había nevado mucho y el monarca viajaba en su carruaje desde El Escorial a Madrid. En un paso peligroso, el cochero quiso ser prudente y le sugirió: «Apéese, Vuestra Majestad, un instante». Felipe IV se negó y, a los pocos minutos, el coche volcó. «¡Me alegro!», exclamó el sirviente, entre dientes. «¿De qué te alegras pícaro?», inquirió el monarca, que le había oído. «De que Vuestra Majestad no se haya lastimado, ¡claro!».
Rudyard Kipling.
El autor de «El libro de la selva» Detestaba las distinciones, así que, cuando le nombraron lord, pidió audiencia al ministro y le dijo: «Señor, tengo influencia suficiente como para conseguir que le nombren obispo y he venido a decirle que lo seréis en breve». «No, por Dios -insistía el político-. Yo no quiero ser obispo». «Ni yo quiero ser lord y, sin consultarme, me ha mandado el nombramiento. Yo, al menos, he venido a anunciar el suyo», concluyó el escritor.
Abraham Lincoln.
El célebre presidente de los Estados Unidos empezó ganándose la vida como abogado. Un campesino acudió a él para evitar pagar un impuesto por su ganado. «Tengo dos bueyes -le explicó- y no los uso; los tengo siempre en el establo». «Si nunca lo sacas es como si fueran parte del establo», ¿no?», inquirió Lincoln. «Exactamente». En ese caso, pide que se te incluyan entre los bienes inmuebles.
Wagner.
Durante una época, el músico fue tan amigo de Nietzsche que, en una carta en la que le demostraba su simpatía, escribió lo siguiente: «Está usted en mi corazón, entre mi mujer y mi perro».
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