miércoles, 25 de septiembre de 2013

Personajes

Rossini.


En una reunión social, se topó con una dama que no dejaba de importunarlo y, cansado de ella, le preguntó: «¿Os gusta el pescado, señora?». «Sí». «Pues comedlo en abundancia. El pescado desarrolla la inteligencia». La mujer no captó la indirecta sino todo lo contrario, y quiso saber si era más recomendable algún pescado que otro. «El mejor de todos, pero a condición de comerlo entero -le susurró el músico-, es la ballena».

Tristan Bernard.


Acudió a la representación de una comedia suya en un pequeño pueblo francés. El primer actor inventaba tanto que, cuando al final de la obra, lo reconoció, se disculpó: «Ha de perdonar si cambié algunas cosas. Es que no he tenido tiempo de aprenderme el papel». «¿Perdonar? -inquirió el escritor-. ¡Si me ha encantado! Le ruego que me dé por escrito todo lo cambiado. Es que me piden una comedia en París. No tengo ninguna y les daría ésta. Es imposible reconocerla».

Felipe IV.


Tras la pérdida de Portugal, quiso que le llamasen «el Grande». El duque de Medinaceli, siempre ingenioso, replicó: «A Su Majestad le pasa como a los hoyos, que cuanta más tierra pierden, más grandes son».




Óscar Martínez.


Nada más fichar por Cadena Dial, el director de la emisora lo envitó a asistir al concierto del cantante Alejandro Fernández para que, de paso, se conociesen personalmente. Pero Óscar no tenía ni idea de quién era Alejandro, así que entró en el «backstage», se encontró con un mexicano, le estrechó la mano y le dijo: «¿Hombre, Alejandro! Soy fiel seguidor tuyo...». «Disculpe señor, pero yo soy el que toca los bongos -replicó el músico-, Alejandro viene enseguida».

Sophie Arnould.



Cierto día, la actriz se topó con una colega a la que detestaba. La mujer llevaba al cuello un espectacular diamante colgado de una cadena demasiado larga y la piedra se le escondía en el escote. Sophie dijo, maliciosa: «Está regresando a sus orígenes».



Otto Von Bismark.


Acudió el canciller alemán a una cura de aguas en un balneario pero, antes de empezar el tratamiento, le dijeron que debía pasar un control. El médico empezó a hacerle preguntas hasta que Bismarck exclamó: «¡Basta de interrogatorios y dígame lo que debo hacer!». «Llamar a un veterinario. Son los únicos que no le hacen ninguna pregunta a sus pacientes».


Walter Scott.



Paseaba el famoso escritor inglés con su esposa por la campiña cuando la visión de un rebaño de corderos le «obligó» a un comentario bucólico: «Cariño, ¿no te parece maravilloso poder contemplar a estos animales que son el símbolo de la paz y de la inocencia?». «¡No digas bobadas, Walter! -exclamó la dama-. Que yo sepa, a ti los corderos sólo te interesan asados y a la menta».


Carmen Lomana.



A pesar de su saber estar social, la directora de «Las joyas de la corona» también ha tenido sus malos momentos. «En una fiesta -recuerda, riéndose-, le pregunté a un señor quién era el loro que no cesaba de hablar y me contestó: "Mi mujer"».


Arthur Rubinstein.



El pianista, un especialista en interpretar obras de Frederic Chopin, iba a ser contratado para tocar en el Carnegie Hall, pero el responsable del centro se escandalizó por su minuta e inquirió: «¿Pretende usted que le paguemos por 2 horas lo que al presidente de EEUU cobra en dos meses?». «Pues pídanle al presidente que toque él o súbanle el sueldo al señor Roosevelt», replicó sin inmutarse.


Charles-Louis de Secondat.



Discutía el barón de Montesquieu con uno de los consejeros del parlamento de Burdeos y éste, empeñado en defender sus argumentos, le dijo: «Si lo que mantengo resultara incierto os regalaré mi cabeza, señor barón». «No es gran cosa, pero acepto -replicó Secondat-. Incluso los pequeños detalles mantienen la amistad entre los hombres».


Pamela Anderson.



La ex «vigilante de la playa» es una mujer muy comprometida con el medio ambiente, pero ello no implica que, de vez en cuando, defienda sus ideales de una forma un tanto rocambolesca. Como cuando declaró siguiente: «No es la contaminación la que está dañando el medio ambiente. Son las impurezas en nuestro aire y en nuestra agua las que lo están haciendo».


William Randolph Hearst.




El editor norteamericano siempre buscaba historias sensacionalistas. En cierta ocasión, le envió un telegrama a un reputado astrónomo: «¿Hay vida en Marte? Stop. Por favor, envié telegrama 1.000 palabras». El texto del científico decía: «¿Quién sabe?... repetido 500 veces».

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