martes, 5 de marzo de 2013

Personajes

Jorge V.




El prestigioso director de orquesta sir Thomas Beecham se interesó por saber cuál era la ópera favorita del monarca británico, padre de la actual Isabel II. «La Bohème», le dijo el rey, y Beecham le cuestionó sobre el porqué. «Porqué es la más corta que conozco», afirmó el soberano.






Diógenes de Sínope.





Este filósofo, que defendía que no podía lucharse contra lo que depara el destino, se subió corriendo a un árbol cuando vio un can suelto. «Según tus ideas, estaba escrito que el perro no te mordería, ¿por qué te subiste al árbol?», le preguntó el dueño del animal. «También estaba escrito que yo me subiría y tu me lo reprocharías», respondió Diógenes.




Groucho Marx.



Un periodista le pidió al actor que le diera su opinión sobre el filme cuyos principales intérpretes eran Hedy Lamarr y el fornido Victor Mature, con marcados pectorales. «Ninguna película puede retener mi interés cuando las medidas del busto del actor protagonista son mayores que las de la actriz protagonista», contestó el entrevistado.






Serafín Álvarez Quintero.





A Joaquín y a él les daban un homenaje en un pueblecito andaluz famoso por los mosquitos que rondaban en verano. Cuando llegaron al hotel y vieron que sólo una cama tenía protección, Serafín le dijo a Joaquín, entre risas: «Oye, mira a ver cómo te apañas, porque tu cama no tiene mosquitera».





Edgar Neville.


El madrileño se topó a un antiguo conocido a quien no veía desde los tiempos de la Guerra Civil y le sorprendió su elegante aspecto. «¡Caramba!» -exclamó- O te ha tocado la lotería o has recibido una herencia». El hombre sonrío y le preguntó: «¿Te acuerdas de que, durante la guerra, tuve escondido en mi casa a un obispo que me pasaba una sustanciosa semada?». Neville asintió, pero matizó que la guerra había acabado hacía años. Y su colega apostilló: «Todos sabemos que la guerra terminó... menos el obispo».




Narciso Serra.




El dramaturgo le pregunto a un amigo: «¿Cuántos cornudos crees que habrá en tu barrio sin contarte a ti?». El otro se ofendió y Serra replanteó e tema diciendo: «Bueno, entonces dime cuántos cornudos hay en tu vecindad contándote tú también... ».







Eduardo VII.




Charlaba con un pomposo ministro ruso cuando éste utilizó el pronombre «nos» para referirse a sí mismo. «Sólo dos personas se pueden permitir aludir a sí mismos con el "nos": un rey y un hombre que tiene en su interior la solitaria», sentenció el monarca.







Julio II.




Cuando el papa vio los planos de la basílica de San Pedro, en Roma, se emocionó tanto con el proyecto de Bramante que lo mandó llamar junto a su hijo y le dijo al niño: «Introduce la mano en este cofre repleto de monedas de oro y quédate con cuantas puedas abarcar en un puñado». El chaval iba a hacerlo, pero rehusó diciendo: «Santidad, cogedlas vos y dádmelas luego». «¿Por qué?», inquirió el pontífice, con curiosidad. «Porque vuestra mano es mucho más grande».



Henri de Toulouse Lautrec.




El pintor francés era muy bajito por una deformidad que había impedido que sus piernas se desarrollasen. Estando en una reunión con hombres muy altos, uno de ellos le dijo: «Debes sentirte entre nosotros como un enano entre gigantes». A lo que el pintor replicó: «Prefiero considerarme una monedita de oro entre un montón de calderilla».





Bernard Shaw.




El irlandés se encontró con uno de sus editores, que le dijo que le pagaría un dólar por saber qué estaba pensando en aquel preciso momento. «No vale ni eso», aseguro Shaw muy convencido. Finalmente, y ante la insistencia de su interlocutor, el artista terminó confesándole lo que tenía en mente en aquel instante. «En usted», espetó sin tapujos.





Thaddeus Stevens.





Estando el político estadounidense postrado en la cama a causa de una grave enfermedad, recibió la visita de un amigo que intentaba infundirle ánimos insistiéndole en que, pese a su delicada salud, gozaba de muy buena apariencia. «No es mi apariencia lo que ahora me preocupa. Es mi desapariencia», respondió Stevens apenado.




Antonio Rossini.







Cuando el músico estrenó «El barbero de Sevilla», en 1816, hubo quienes le acusaron de haber plagiado algunos paisajes de «Las bodas de Figaro», de Mozart, señalando que había cogido lo mejor del autor austríaco. Ni corto ni perezoso, la respuesta de Rossini fue clara: «¿Y qué iba a coger? ¿Lo peor?».

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