lunes, 24 de diciembre de 2012

Personajes

JOHN McENROE.


Incluso después de haberse retirado del tenis profesional, seguía protestando cada una de las decisiones de los jueces de pista. Por eso no sorprendió que, tras una exhibición en el Open de Francia, le dijese a un periodista: «No soy paranoico. Pero te juro que sabe quién soy». Se refería a Cíclope, la máquina electrónica que indica si la pelota ha entrado o no.





CONDESA DE CAMPO ALANGE.


En cierta ocasión, fue a visitarla a su casa una aristócrata madrileña y, al observar que el piano estaba lleno de polvo, le escribió sobre la tapa la palabra «cochina» y se fue. Volvieron a verse al cabo de un tiempo y la otra visitante le recordó a María de los Reyes Laffite que había estado en su casa para saludarla. Ésta replicó: «Sí querida, lo sé. Vi su tarjeta de visita sobre el piano».





REINALDO MERLO.


El futbolista argentino de los años 70-80 hizo un partido memorable, con carreras que rozaban lo imposible. Cuando finalizó el encuentro, un famoso locutor le dijo: «¡Qué barbaridad, cómo corriste! Pero ¿cuántos pulmones "tenés"?». Merlo respondió, convencido: «Uno, como todo el mundo».






CASSIUS CLAY.


En cieta ocasión, el boxeador se topó con el violinista norteamericano Isaac Stern y le dijo: «Ambos somos colegas, ya que tanto usted como yo vivimos de nuestras manos». Stern reflexionó unos instantes sobre aquello, y le contestó: «Pues tiene usted toda la razón». «Y de ambos, usted es el mejor -concluyó el púgil, sonriendo-. Basta con mirarle a la cara para ver que no tiene ninguna marca, justo lo contrario que yo».




GREGORY PECK.



La estrella de Hollywood acababa de entrar en un restaurante con un amigo cuando se percataron de que no había ni una mesa libre para cenar. «Diles quién eres», murmuró el amigo, muerto de hambre. «Si tienes que decirles quién eres, es que no eres nadie», sentenció el actor.






BERNARD LAGAT.


En los Juegos Olímpicos de Sydney, un periodista le preguntó al atleta keniata por qué su país producía tantos y tan buenos corredores de media y larga distancia. «Es por las señales de tráfico que hay en las carreteras -replicó el medallista- : "Cuidado con los leones"».



TRISTAN BERNARD.


Se disponía el humorista francés a comprar un billete de tren en una estación de provincias y terminó enfrentándose al encargado del equipaje. El empleado le gritó: «¡Oiga, supongo que no creerá usted que soy imbécil». A lo que Bernard contestó, imperturbable: «Estoy seguro de que no lo es, pero tenga en cuenta que podría equivocarme».






FEDERICO RUBIO Y GALÍ.


Este médico gaditano de mediados del siglo XIX solía quejarse a sus colegas de lo poco que sabían sus alumnos. «Fíjense ustedes -les decía-. Hoy le he preguntado a uno de mis estudiantes más brillantes qué medidas se deben tomar ante una persona que ha ingerido arsénico. Y me ha respondido que las medidas a tomar eran las del ataúd».






JUAN PRIM.


En 1869, nada más convertirse presidente del Gobierno español, llamó a su ordenanza predilecto y, en agradecimiento por los servicios prestados, le dijo: «Pídeme lo que quieras, Juanito. Estoy en disposición de otorgártelo». «¿Coronel? A tu edad ya no se está en la milicia», le explicó Prim. «Es que yo, mi general, quiero ser coronel, pero coronel retirado...».






KATHARINE HEPBURN.


Al saber que iba a trabajar con Spencer Tracy, se dirigió a su camerino y, viéndole tan bajito, exclamó: «Mucho me temo, señor Tracy, que voy a ser demasiado alta para usted». Tracy la miró con indiferencia y replicó: «No se preocupe por eso. Pronto empezará a sentirse usted más pequeña».






ANTÍSTENES.


El maestro de doctrina estoica accedió a asistir a un banquete en el que más de uno, tras mucho beber y poco comer, se aventuró a cantar e, incluso, a hacer imitaciones. De pronto, uno de ellos relinchó tan acertadamente que Antístenes le dijo a su compañero de mesa: «He ahí alguien que no siendo un excelente ciudadano podría ser un estupendo caballo».






MADAME RECAMIER.


Esta dama era una de las más deseadas de París del primer tercio del siglo XIX. A los 18 años se casó con un banquero, pero seguía encandilando a cualquier hombre con su encanto. ¿Su secreto? «Todo es cuestión de palabras -comentaba-. Cuando mi marido llega, exclamo:  "¡Al fin, querido!". Y cuando se va, susurro: "¿Tan pronto, mi señor?"».

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